Javier Diez Canseco en la memoria
Irónico y burlón, de risa fácil cuando estaba relajado. Rabiosamente tierno y agudo observador de la vida cotidiana.
por Eduardo Ballón
(Publicado originalmente en Quehacer 190, abril-junio 2013)
La partida de Javier Diez Canseco produjo un sentimiento intenso de pérdida y tristeza que rebasó sus fronteras ideológicas y los afectos y respectos que generó desde muchos años atrás. Su velorio y las innumerables notas de recuerdo y reconocimiento, bastantes de ellas escritas por quienes fueron sus adversarios más dignos en la política, demostraron que Javier estaba más allá de las muchas diferencias y las no pocas rencillas que mantuvo en su larga y fructífera vida pública, en la que dio permanentes muestras de coherencia y consistencia con la opción que tomó, desde los lejanos años de sus estudios universitarios.
A Javier lo conocí a la distancia entonces, cuando era el Presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica del Perú. La fuerza y la pasión que ponía en cada una de sus acciones y sus palabras me llamaron la atención desde un primer momento. Él empezaba su trayectoria, liderando a un importante sector de una generación que optaba por ponerse al lado de los excluidos y humillados, compromiso en el que mostró una persistencia frecuentemente confundida con terquedad, que no siempre fue entendida, menos compartida, por sus compañeros de ruta.
Con el paso del tiempo de acostumbré a verlo llegar a desco, siempre buscando a algún compañero para coordinar. Los primeros años en un heroico Fiat850, posteriormente en un Volkswagen, cargados ambos de documentos del partido o del último número de El Proletario. Siempre apurado, siempre dando indicaciones y compartiendo telegráfica y ácidamente su mirada del momento político y de los actores de turno. Aunque era uno entre muchos, destacaba ya claramente por su capacidad para repartir tareas y por su exigencia constante; esa misma que se había autoimpuesto para construir un mundo mejor con el que todos soñamos. Impresionaba por su dedicación a tiempo completo al país, por la vehemencia con la que decía las cosas.
Tras su deportación vino la lenta y difícil valoración de la democracia. Lenta, porque venía de una práctica vanguardista que aspiraba a la revolución, en un país sin tradición democrática. Difícil, porque además de las miserias de esta, pronto empezó el conflicto armado interno que confrontó al estado y la sociedad. Interesadamente acusado por su radicalidad de ser el brazo legal del terrorismo, Javier fue uno de los opositores más valerosos de Sendero y un defensor permanente de los derechos humanos, ubicándose frecuentemente entre dos fuegos, por su afirmación permanente del valor de la vida.
La Asamblea Constituyente fue el inicio de su larga carrera como legislador. Constituyente, senador, diputado y congresista en cinco períodos distintos. En cada uno de ellos honestamente obsesionado por llevar la voz de la calle y sus demandas al Parlamento Nacional, devino, seguramente sin saberlo, en uno de los mejores ejemplos de republicanismo en un Congreso que siempre fue cambiando para peor. El fracaso de Izquierda Unida, del que todos fuimos partícipes, no afectó su carrera personal pero golpeó duramente sus sueños de un país distinto y más humano.
Los últimos 20 años fueron los de nuestra relación mas cercana. Aunque nuestras distancias políticas se acentuaron en distintos momentos, paradójicamente me permitieron descubrir más profundamente al amigo generoso y al ser humano capaz de amar con rabia. Los afectos de Javier había que leerlos entre líneas, traspasando su semblante casi siempre adusto, su dificultad para hablar de sí mismo, de su gente, de los dolores de nuestra sociedad que fueron siempre suyos, siempre personales.
Empezando el siglo, tomé conciencia de que su capacidad de indignación solo era comparable con su capacidad de ser solidario. En un doloroso trance personal, una de las primeras voces amigas que escuché fue la suya. Desde el momento mismo en que mi familia empezó a vivir una tragedia particular, estuvo discretamente a nuestro lado, buscó apoyos, movilizó médicos, hizo consultas, gestionó hospitales... todo ello, en un momento en el que estábamos políticamente distanciados. Al final, cuando inevitablemente perdimos, me hizo sentir que él perdió con nosotros. Como es obvio, no se trataba de un caso excepcional. Con amigos y con desconocidos, porque él se comprometía con el dolor del otro. Descubrí entonces que con la misma energía con la que se entregaba a las batallas importantes, con idéntica vehemencia con la que discutía sus razones, Javier se entregaba a los demás. Ese era el motor de su pasión.
A partir de esa experiencia nuestra relación cambió de tesitura. Nuestro diálogo, sin dejar de ser marcadamente político, se hizo fuertemente personal. La relación con los padres y los hijos, sus lecturas abundantes y desordenadas, el recuerdo y la nostalgia por los compañeros que fueron, el entusiasmo por los que se incorporaban y la soledad que representaba para él su trabajo en el Congreso, desplazaron en nuestras conversaciones, en tiempo e intensidad, a las angustias y el malhumor que le provocaban la coyuntura y siempre las dificultades y diferencias de la izquierda en esta. Desde entonces, me hizo sentir parte de su familia y él de la mía.
Reconocí a un Javier más humano y terrenal, con gran fuerza pero también con debilidades. Irónico y burlón, de risa fácil cuando estaba relajado. Rabiosamente tierno y agudo observador de la vida cotidiana de las personas: los avatares de la gente que conocía y lo rodeaba lo conmovían, y disfrutaba compartiendo, a su manera, sus alegrías, comprometiéndose en la atención a sus problemas y dificultades con la misma energía y ganas con las que cometía todas y cada una de las tareas políticas que él mismo se imponía.
Javier ha sido la mejor cara política de una generación que ya está terminando. Como fueran su cara intelectual Alberto Flores Galindo y Carlos Iván Degregori. A lo largo de su vida, como todos, cometió errores llevado por su vehemencia y por el apuro de hacer las cosas. Tuvo, como todos, grandes frustraciones como el fracaso de ARI y la desaparición con más pena que gloria de Izquierda Unida. Su capacidad para pensar el corto plazo y actuar consecuentemente fue su gran virtud en la política. Su indignación frente al abuso y la corrupción, su marca distintiva. Convocó adhesiones, resistencias y temores por su ánimo jacobino y por su tono siempre franco y directo, sin adornos, acumulando un capital más simbólico que electoral. Será irreemplazable para su generación y un ejemplo por su coherencia y su pasión para los que vienen.
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